Capítulo X
El regreso del ingeniero
La sesión venía espesa. El concejal Repetto, uno de los más grises del cuerpo, había presentado un proyecto para exigir a los comercios la instalación de lectores digitales “para integrarse a la economía del futuro”. Sonaba bien… salvo que el pueblo tenía más cortes de luz que ideas nuevas.
Arcadio escuchaba sin moverse. Hasta que Repetto dijo:
—Y este proyecto fue desarrollado con la colaboración del ingeniero retirado Carlos Vergara, referente académico de la Universidad Nacional...
Arcadio giró lentamente la cabeza. El apellido le retumbó en el pecho como un escape mal ajustado.
Vergara. Su viejo profesor. El que lo echó de la facultad sin que lo expulsaran. El hombre que le dijo en su cara: “No confundas intuición con ciencia. Sos un poeta del error.”
Y ahí estaba ahora. En el recinto. Calvo, con lentes gruesos, traje impecable y esa misma mirada que Arcadio recordaba: mezcla de desprecio elegante y seguridad matemática.
Después de la exposición, durante el receso, Vergara se acercó a saludarlo:
—Ramírez. No pensé volver a cruzarte.
—Yo tampoco. Pensé que los que vivían en el Excel no pisaban el barro.
—Veo que no cambiaste.
—Sí cambié. Ahora los errores los cometo en voz alta. Y me aplauden.
Vergara no se inmutó.
—Podrías haber sido brillante. Tenías talento. Pero te enamoraste de lo caótico. De lo anecdótico. Del aplauso fácil.
Arcadio lo miró fijo, sin pestañear.
—Yo no me enamoré del caos, profe. Me enamoré de entender al que no tiene tiempo de estudiar. Porque el que tiene hambre no espera el teorema. Y si le hablás como libro, no te escucha. Así que yo hablo como engranaje.
Y luego, con media sonrisa:
—¿Sabía usted que Einstein trabajó en una oficina de patentes y lo ignoraron años? Menos mal que no fue su alumno.
Esa misma semana, Arcadio presentó un proyecto para crear una “Comisión de Saberes No Reglados”, donde los vecinos pudieran proponer soluciones sin tener título ni cargo. Lo votaron en contra. Pero la gente empezó a llamarlo “el diputado de los que no pasaron el CBC”.
Los jóvenes imprimieron su rostro con una leyenda que decía: “Arcadio: loco sí, burro nunca.”
Y mientras Repetto y Vergara se lamentaban del populismo del ingeniero frustrado, Arcadio seguía escribiendo a mano ideas en servilletas, y leyéndolas en el recinto como si fueran poesía técnica.
Como él decía:
—Las leyes buenas no se escriben con pluma. Se escriben con grasa en las uñas.
L.F. Del Signore
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