CAPÍTULO I
"La mañana que Arcadio Ramírez se auto proclamó emperador del cordón cuneta, el pueblo entero supo que el delirio había ganado las elecciones por mayoría absoluta."
Apenas despuntaba el sol sobre las persianas despintadas del bar “Lo de Tito”, y ya Arcadio, enfundado en un traje que había sido blanco en la década del 80, recorría la avenida principal señalando baches como si fueran territorios por conquistar. En su mano derecha, un cetro improvisado con una rama de duraznero; en la izquierda, una carpeta con los planos del municipio (robados o rescatados, según quién cuente la historia).
Arcadio no tenía un peso partido al medio, pero hablaba de presupuestos con una soltura ministerial. Su discurso era un cóctel de promesas imposibles, recuerdos de una juventud militante y citas apócrifas de Perón, Confucio y Sandro. Lo escuchaban los jubilados de siempre, los que ya no diferenciaban entre la radio AM y la realidad.
—“Vamos a pavimentar hasta el alma del pueblo”, gritó parado sobre un tacho de basura, el único pedestal a su medida. “Y al que no le guste, que se mude a Suecia o a su conciencia, lo que le quede más cerca.”
La idea del concejo surgió de Elbio, su viejo camarada de borracheras y volantazos ideológicos. “Presentate, Arcadio. A este pueblo le falta un loco con convicciones”, le dijo, sin medir las consecuencias. Y como si lo dijera el mismísimo San Martín desde el mármol, Arcadio lo tomó como mandato divino.
El resto del cuento podría desarrollar cómo su campaña se vuelve un circo tragicómico, los efectos de su delirante visión del poder una vez que empieza a tener algo de apoyo, y cómo el pueblo lidia —entre risas, ternura y espanto— con un hombre que, roto por fuera, sigue jugando a ser rey en su propio teatro interior.
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