Capítulo VII
“Arcadio en el Concejo: un solo hombre, una bancada, un huracán”
La primera sesión del nuevo Concejo Deliberante prometía más bostezos que emociones. En la sala, los concejales se acomodaban como quien se resigna a una película lenta. Declaraciones de repudio a declaraciones que nadie había leído, proyectos para renombrar callejones con nombres de tíos ilustres, y mociones para declarar el mes de abril como “Mes de la amabilidad vecinal recíproca”.
Hasta que Arcadio pidió la palabra.
—¡Concejal Ramírez tiene la palabra! —dijo el presidente del concejo, con una resignación que ya parecía parte del reglamento interno.
Arcadio se levantó de su silla —una reposera desvencijada que había traído de su casa—, y caminó al centro sin papeles, sin protocolo, sin filtro.
—Esto no es un concejo. Es un grupo de WhatsApp sin admin. Acá se aprueban cosas que no existen y se ignoran cosas que se caen a pedazos. ¿Desde cuándo está roto el caño de la plaza, señor presidente?
—Desde… —intentó responder el aludido.
—Desde el ‘94, ¡lo digo yo! —interrumpió Arcadio, golpeando la mesa con una pava de aluminio—. Y ustedes, mientras tanto, discuten si ponerle el nombre de un prócer a una rotonda que ni siquiera tiene salida.
Un murmullo nervioso recorrió la sala. Los concejales empezaron a mirar sus celulares, como buscando memes que los salven de la vergüenza.
Uno del bloque tradicional intentó una defensa:
—Nosotros venimos del partido que fundó la nación…
—Y yo vengo del barrio que fundó el sentido común —lo cortó Arcadio—. ¿Qué me importa a mí tu linaje político si el colectivo no frena porque no hay semáforo? Allá, en el barrio, la gente camina esquivando pozos, no eligiendo candidatos.
Otro concejal, visiblemente molesto, alzó la voz:
—Con respeto, usted no tiene la trayectoria para hablar así.
Arcadio lo miró con esa expresión mezcla de burla y ternura que solo se reserva para los que no entendieron el chiste.
—No tengo trayectoria. Tengo kilometraje emocional. Mientras ustedes redactan decretos que nadie cumple, yo intento ponerle ruedas a la dignidad. Aunque el Torinito no arranque, sigue siendo más útil que veinte ordenanzas sin presupuesto.
Silencio. Ni los periodistas locales sabían si aplaudir o seguir anotando.
—¿Quieren gastar dos millones en cambiar los bancos de la plaza? ¿Qué son, bancos biodegradables? ¿Por qué no le ponen sombra a la parada del colectivo, que parece una parrilla solar? ¿O creen que los jubilados son lagartos que se cargan con sol?
Desde ese día, cada sesión se llenaba como si fuera un show de stand-up con causa social. Los vecinos llevaban termos, pancartas, bizcochitos. Arcadio no presentaba proyectos: presentaba realidades incómodas.
Tenía una sola silla. Una pava abollada. Y Clara, que picoteaba papeles como si buscara en ellos algún atisbo de lógica.
Los otros concejales no sabían si echarlo, imitarlo o contratarle un community manager. Pero la gente lo aplaudía. Porque Arcadio no era político. Era post-político: una especie rara de funcionario emocional con delirio de justicia doméstica.
Y en un mundo donde todos buscaban votos, él buscaba algo mucho más improbable: sentido.
L.F.Del Signore
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