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AMIGOS

 


Mi hermano gemelo, Santiago, alzó con fuerza su bolso de viaje. Yo aún debía terminar de armar el mío. Me miró sonriente por ganarme el reto. Sacó su lengua en señal triunfadora y se fue a merendar.  A mí me costaba irme de vacaciones con los tíos Aurelio y Pepa. Mi mundo ocurría precisamente  en el edificio donde vivíamos. Y lo adoraba. 


Este año los tíos nos llevarían a Altagracia, en Córdoba. El tío Aurelio trabajaba en el ferrocarril y su sindicato tenía un complejo en dicha localidad. Con nuestros once años, ya no me resultaba atrapante ir con los tíos. En casa no podíamos elegir, nuestros padres lo hacían por nosotros, sin consultarnos. 

Por la noche papá nos llevó a la estación de trenes. Los tíos ya estaban esperándonos. Parecía un hormiguero, personas por todas partes listas para abordar su vagón.  Mamá nos dio las últimas indicaciones, incluido hacer caso a los tíos. Cinco minutos más tarde empezamos a movernos con ese sonido característico de los trenes que en verdad me agrada. 
 

La mañana siguiente bajamos del tren y pudimos las valijas en el bus que nos transportó al complejo. Al llegar nos condujeron a nuestra cabaña. El aroma a campi plagado de carqueja, menta y manzanilla se colaba por todas partes. 


Al medio día, fuimos a almorzar y vimos a otros chicos de nuestra edad. Santi  me codeó y se rio. Sabíamos la rutina. Nos tocaba sufrir el odioso momento de la siesta, algo que a los tíos le resultaba tan necesario. Nosotros nos escabullimos luego del primer ronquido hacia la galería. Nos sentamos  y nos dispusimos a matar el tiempo. Calma chicha, alguna mosca perdida dando vueltas y algo de la brisa calurosa de diciembre. 

Santiago inquietó a más no poder me  propuso  jugar a enumerar  modelos de autos. Tal vez a él le agradaba pero a mí me producía una somnolencia infinita. Me tiró de la trenza porque no prestaba atención. Y lo alejé de mi enojada. 

La resolana quemaba mis ojos. Los baldosones color arena irradiaban el calor recibido directo del sol. Quisiera ir a la pileta, le dije a mi hermano, sabiendo que faltaba aún un buen rato  para que los tíos nos llevarán. 

Mi hermano, supongo que, aburrido de mí, se alejó pateando la pelota. Me quedé sentada, observando un camino de hormigas bajo el zócalo pegado a la casa.  Al rato ya me sentía parte del sillón. Nada que hacer, nada que ver, nadie dando vueltas con quien jugar, olvidada y aburrida mortalmente. 

Poco después  dejé de ver a mi hermano haciendo jueguitos. A pocos  metros de nuestra cabaña, dos chicos caminaban sonrientes en dirección a Santi. Él abstraído estaba haciendo figuras con su pelota, en eso era un crack. Los chicos se sumaron a jugar con él.  Me miraron y dijeron que si quería jugar de arquero. Mire a los costados y no había ni un alma bajo el sol serrano de la tarde.  Conmigo seríamos dos y dos. Eso estaba claro, otra opción no tenían los pobres para firmar dos equipos. 
Arquera, pensé de inmediato, qué lastre, pero no habiendo nada mejor, me ubiqué en el arco. 

Mi compañero era realmente bueno entreteniéndose con la pelota, y mucho más defendiendo el espacio previo a  la portería. Una hora transcurrió hasta que tuve peligro de gol. Pero me lucí y mi hermano me odió. En cinco segundos, mi jugador le estrelló un gol al otro equipo y después le metió tres más. Tiempo finalizado. Nosotros felices y ellos rumiando su bronca.  Justo al terminar nos llamaron para ponernos el traje de baño. compañero rozó mi mano guiñando su ojo izquierdo en señal de agradecimientopor no fallar en mi función. 

Desde ese juego, fuimos inseparables. 


En la pileta como buena nadadora los dejé atrás, pero los otros tres me mataron con su locuras desde el tobogán. De palito, de panza, de espalda, parados, todo les salía genial.  Al fondo, era la única de los cuatro que llegaba y eso, claro está,  me valió un fuerte reconocimiento cuando nos sumergimos  a buscar el tesoro. 


La quincena se nos escapó de las manos desde el instante en que nos juntamos lis cuatro. El último día nos costó despegarnos de nuestros nuevos amigos de la cabaña vecina. Julián el más grande, me dejó su dirección y su teléfono para volver a vernos en Buenos Aires. Hoy lo observo jugando en el fondo de casa con nuestros cinco hijos y pienso en las pavadas que intenté para no ir a Altagracia. 

L.F. Del Signore
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