Capítulo I
Café Central
La lluvia caía con desgano sobre las veredas puerto Madero, pintando charcos que reflejaban el gris metálico de la tarde. El Café Central, con sus ventanales empañados y aroma a grano recién molido, era una isla tibia en medio del caos de la ciudad. Allí, en una mesa junto al ventanal, Muriel esperaba sin apuro la llegada de alguien a quien conocía de largo tiempo.
Alex apuró el paso y se presentó ante ella con su bufanda azul y una libreta de notas a medio cerrar bajo el brazo. Murmuró un saludo y se dejó caer en la silla casi sin mover el aire, con una sonrisa que oscilaba entre el entusiasmo y la fatiga.
—Perdón por la demora —dijo, sacudiéndose algunas gotas del abrigo—. Vengo de cubrir un escándalo político que explotó esta mañana. Un diputado, una amante, y un hotel en Constitución. Clásico.
Muriel sonrió apenas, revolviendo su té sin apuro.
—Sigo pensando que deberías dedicarle una columna a los silencios —comentó—. Nadie escribe sobre lo que la gente calla.
Alex la observó un segundo más de lo necesario.
—Eres una especie de enigma, Muriel. Apareces con una frase, la sueltas como si nada y de pronto todo mi guión se tambalea.
Ella alzó las cejas y bebió un sorbo, sus labios apenas rozando el borde de la taza. No dijo nada, pero la curva de su sonrisa dejó una promesa colgando en el aire.
Se vieron cuatro veces más después de esa tarde, no se frecuentaban habitualmente, no había más que intriga entre los dos. Generalmente de mañana o a la tarde. En cafés, en librerías, en plazas sin nombre. Siempre con la misma energía de Muriel y el vértigo en la voz de Alex, que parecía más interesado en ella que en lo que decía estar cubriendo.
Hasta que en uno de esos encuentros, mientras caminaban por una calle angosta en San Telmo, él no pudo evitar preguntarle.
—¿Y vos? ¿Qué hacés cuando no estás hablando conmigo ni observando el mundo como si ya lo hubieras vivido?
Muriel se detuvo frente a una vieja librería cerrada, cuyas vitrinas aún guardaban polvo de otras décadas.
—Escribo.
Alex se rió, pero ella no.
—¿En serio?
—Tengo una novela publicada, algunos cuentos. Ficción, amor, algo de terror, algo de erotismo también. Poemas.
La palabra “erotismo” quedó flotando como una gota de perfume en el aire frío. Alex tragó saliva.
—¿Me leerías algo?
Muriel lo miró largo, como si estuviera decidiendo si abrir una puerta o dejarla cerrada para siempre.
—No. Pero puedo darte un inicio —dijo—. Lo continúas vos. Si te animás.
Sacó una hoja doblada de su bolso y se la entregó. Alex la tomó como si fuera algo frágil. La letra era firme, intensa, con trazos marcados.
Leyó en voz alta: “Lo primero que sintió fue el calor. No el de la tarde húmeda ni el del vino mal elegido, sino el que venía de su cuerpo. De su sombra. De esa presencia que había entrado en su casa sin hacer ruido, sin pedir permiso. El peligro no siempre grita. A veces, susurra.”
Alex levantó la vista. Muriel lo estaba mirando. No como se mira a alguien que escucha, sino como se examina a un animal salvaje antes de soltar la cuerda.
—¿Y si me pierdo en la historia?
—Tal vez esa sea la idea.
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