Capítulo VI
De lo que se dice en las páginas
Alex escribía como si algo se le estuviera escapando del cuerpo. Como si el relato que había empezado como un simple juego con Muriel se hubiera transformado en un túnel que lo llevaba, no hacia ella, sino hacia él mismo.
Y cada palabra que volcaba en el cuaderno era una confesión que no podía hacerle a nadie más.
“La mujer del cuento volvió a aparecer. Esta vez no tocó la puerta. Estaba en su casa como si siempre hubiera estado. No lo miraba, pero él sabía que sentía su presencia. Caminaba descalza por los pasillos, acariciando con los dedos las paredes como si leyera en braille la historia de esa casa.
—¿Qué hacés acá otra vez? —preguntó él.
Ella se detuvo frente a una biblioteca. Sacó un libro al azar.
—Vine a ver si todavía me escribías.
—No sé si debería.
—No se trata de deber. Se trata de verdad. ¿Seguís escribiéndome porque me deseás… o porque no sabés cómo despedirte de mí sin haberme tenido?”
Alex cerró el cuaderno. Se le humedecían los ojos, aunque no por tristeza. Era algo más profundo: el temblor de quien se sabe por fin sin excusas.
Y no sabía aún si el personaje que más necesitaba escribir… era Clara.
Muriel cerró la laptop y dejó el archivo sin título en su escritorio. El cuento de Alex la había conmovido más de lo que quería admitir. No porque la halagara, sino porque la había tocado en un punto donde hacía años no dejaba entrar a nadie.
Se preparó un té, caminó en pantuflas por su casa, encendió una vela sin pensar por qué. Era de esas mujeres que amaban la soledad, pero no por orgullo. La amaba porque había aprendido a no llenarse con mitades.
Abrió su cuaderno de tapas duras. Escribió con letra clara:
"No quiero ser el lugar donde un hombre viene a escaparse.Quiero ser donde alguien decide quedarse, después de enfrentarse con todo.
El amor a esta edad no es menos intenso. Es más lúcido. Y lo que se gana con lucidez, se pierde con miedo."
Releyó lo que acababa de escribir y pensó en Alex. En sus ojos, en sus silencios. En lo que aún no decía. Pero también en lo que ya no podía esconder. Lo deseaba. Con cuerpo, con alma. Pero sobre todo, con respeto. Y por eso mismo, no pensaba dar un paso en falso.
Si llegaba a su puerta, tendría que hacerlo entero.
Esa noche, sin pactarlo, sin coordinarlo, se enviaron mensajes a la misma hora.
Él escribió:
"Estoy escribiéndote como si fuera la única manera de sostenerme en pie. Pero necesito saber si en algún momento, esto puede ser más que letras."
Ella respondió:
"Puede. Pero no ahora. No mientras sigas escribiéndome desde el lugar donde aún sos otro."
No había rencor. No había urgencia. Sólo dos personas que, en su etapa casi de retiro, estaban dispuestas a vivir algo verdadero. Y eso, quizá, era el mayor gesto de amor que podían darse por ahora: esperarse sin poseerse.

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