Capítulo III
A mitad de camino
La videollamada se conectó con un leve retraso. Muriel apareció en la pantalla rodeada de penumbras suaves. Era muy tarde. Tenía el cabello suelto y una copa de vino en la mano. De fondo, la luz de una lámpara vieja le daba a la escena un aire de confidencia nocturna.
Alex, en cambio, estaba en una habitación de hotel, con las persianas bajas y la camisa desabotonada. En la mesita de luz, su cuaderno de notas y el papel doblado que Muriel le había dado.
—¿Me ves bien? —preguntó él, acomodando el ángulo de la cámara.
—Te veo —respondió ella—. Parecés más joven así, en baja definición.
Se rieron los dos, brevemente. Pero debajo del humor flotaba una incomodidad sutil. Era la primera vez que se hablaban de noche. La primera vez, también, que la distancia no ofrecía excusas físicas.
—¿Pudiste escribir algo? —preguntó Muriel, con esa calma que siempre tenía cuando sabía la respuesta.
Alex asintió y tomó el cuaderno.
—Lo empecé anoche. Me costó. Es como si tus palabras me hubieran abierto una puerta que no sé si quiero o debo cruzar.
—¿Y por qué no?
—Porque no sé qué parte de mí va a salir del otro lado.
Muriel bebió un sorbo de vino, sin apurar el gesto. Luego, con voz más suave, dijo:
—Leé por favor, ansío conocer esa pluma.
Alex respiró hondo y comenzó:
“Lo primero que sintió fue el calor. No el de la tarde húmeda ni el del vino mal elegido, sino el que venía de su cuerpo. De su sombra. De esa presencia que había entrado en su casa sin hacer ruido, sin pedir permiso. El peligro no siempre grita. A veces, susurra.
Ella estaba ahí, apoyada contra el marco de la puerta, con la camisa apenas suelta y los ojos brillando como si la noche fuera un incendio y no un descanso. No se movía. Esperaba.
Él pensó en todas las veces que se había dicho no ahora, no así, no con ella. Y sin embargo, la sangre tenía su propio idioma, uno que el tiempo no sabe traducir.
—¿Por qué viniste? —preguntó él.
—Porque vos nunca lo harías —respondió ella.”
Alex detuvo la lectura y levantó la vista hacia la pantalla. Muriel no decía nada. Pero sus ojos ya no eran los mismos. Había algo distinto en ellos. No emoción. Algo más peligroso. Una mezcla de memoria, deseo y advertencia.
—¿Te gustó? —preguntó él, fingiendo ligereza.
—Es más de lo que esperaba. Y menos de lo que podrías escribir, si te animaras.
—¿A qué?
—A dejar de esconderte detrás del periodista, del marido, del que llega tarde.
Hubo un silencio. De esos que no se rellenan con palabras, sino con lo que el cuerpo no se atreve a decir.
—¿Sabés lo que más me preocupa de este juego, Muriel?
—Decime.
—Que al final no sepa cuál historia es la verdadera. Si la que estamos escribiendo... o la que estamos viviendo.
Ella sonrió apenas, pero no respondió. Se acercó a la cámara, como si pudiera atravesarla.
—A veces no hay diferencia, Alex. Sólo consecuencias.
Y antes de cortar la llamada, agregó con un tono que parecía un roce:
—Te espero con el segundo capítulo. Pero no tardes. La ficción también se enfría.
La pantalla se apagó, dejándolo solo con su reflejo. El cuarto de hotel le pareció de pronto más estrecho. Afuera, la ciudad desconocida respiraba ajena a lo que acababa de pasar.
Alex miró la hoja escrita, el vino que no tenía, y pensó por primera vez en muchos años, que estaba perdiendo el control… y que no quería detenerse.
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