Capítulo II
Lo que nunca dijimos
No era la primera vez que se encontraban. Habían compartido algunos momentos a lo largo de las décadas, en encuentros fugaces, siempre por algo “casual”. Una muestra de arte, una presentación de libro, un amigo en común. Y sin embargo, hasta ahora, nunca habían estado tan solos.
Setenta años, aunque bien llevados, eran un peso que ninguno arrastraba con tristeza. Ambos se movían con la energía de quien aún tiene asuntos pendientes con la vida. Muriel escribía cada madrugada como si el mundo se acabara al amanecer. Alex seguía corriendo detrás de historias con la adrenalina intacta de cuando tenía treinta.
Pero ahora, frente a ella, algo en su mirada había cambiado.
Muriel lo notó cuando le entregó aquella hoja con el inicio de la historia. Él la sostuvo como si contuviera algo peligroso. Tal vez lo era. Tal vez ellos lo eran.
—¿Te pasa seguido eso de invitar hombres a escribir contigo? —bromeó Alex, queriendo sonar liviano.
—Sólo si me interesa lo que pueden decir—respondió Muriel, sin pestañear.
Ella de pronto notó, el aro dorado, discreto, en la mano izquierda. Siempre había estado. Pero esta vez no pasó desapercibido.
—¿Seguís casado con Clara? —preguntó, como quien lanza una piedra al agua para ver cuán hondo es el pozo.
Alex bajó la mirada. Jugó con la taza. El vapor del café parecía subir como una excusa para no responder de inmediato.
—Sí. Técnicamente, sí. Aunque hace años que estamos más en los recuerdos que en el presente. Compartimos casa, nietos, el cansancio… pero no mucho más.
Muriel sintió la dureza de sus palabras y asintió con un gesto lento. Ni juicio, ni consuelo. Sólo una pausa larga. Ariel era sumamente directo, mejor no enfrentarlo si se encolerizaba, aunque explotaba y se recomponía en seguida. Su honestidad contrastaba con el resto de los mortales. Un tipo cuyos valores resaltaban sin lugar a dudas. Generalmente coincidían en todo. Ella era verborrágica en extremo, él de pocas palabras en cuanto a su vida. En su trabajo de comunicador excelente. Claro y preciso.
—Pensé que lo habías dejado de usar —dijo, tocándose ella el dedo anular vacío.
—Lo olvido, creo. O me acostumbre y no lo siento. A veces el amor se convierte en mobiliario.
Ella lo miró con esos ojos que siempre le parecieron hechos de otra época. No por antiguos, sino por la hondura. Muriel no era mujer de medias tintas. Lo había sido en su juventud salvaje, con amores en otras ciudades, en viajes sin rumbo y noches sin nombre. Y sin embargo, nunca con él.
—¿Vos nunca…? —empezó Alex, pero ella lo interrumpió.
—No, nunca. Aunque no porque no haya querido.
La frase flotó en el aire con el peso exacto de lo que nunca se dice a tiempo. Pero a veces, el tiempo devuelve oportunidades envueltas en silencio.Muriel se levantó. Había una nota en su tono, una decisión tomada.
—Terminá la historia que te di. Si lo hacés bien, puede que te cuente alguno de los míos. Erotismo, no pornografia. Ok? Pero ojo… hay cosas que, si se escriben, ya no pueden volver atrás,
Ella parecía fría, pero en realidad era una máscara que cubría su propio carnaval endemoniado. Era pura pasión y su fogosidad envolvía sin que se notara. Alex se quedó solo, la hoja en la mano. Afuera, la ciudad empezaba a despejarse de lluvia. En su interior, una inquietud le nacía en el pecho, distinta a cualquier otra. Era como si, a los setenta, estuviera empezando algo por primera vez.
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