Capítulo VII
En la casa del silencio
La cocina estaba en penumbras. La lámpara del rincón arrojaba una luz tibia sobre la mesa, donde Clara servía dos platos de sopa con movimientos precisos, casi mecánicos. Había estado escuchando un concierto de piano en la radio, pero lo bajó apenas escuchó la puerta cerrarse.
Alex entró sin anunciarse, colgó el saco con desgano y fue directo a lavarse las manos. Lo había hecho mil veces, durante años. Pero esta vez, lo hizo más lento. Como si algo dentro suyo necesitara tiempo para llegar a esa mesa.
Se sentaron uno frente al otro. Dos platos humeantes, pan cortado, un vino cautivante ya abierto.
Comieron sin hablar durante un rato. Ella lo observaba de reojo, como quien mira un cuadro que ya conoce de memoria pero que hoy tiene algo fuera de lugar.
—¿Dormiste en el hotel anoche? —preguntó finalmente.
—Sí. Llegué tarde de la nota. No tenía sentido volver de madrugada.
—Claro.
No hubo reclamo en su voz. Solo constatación. Como quien marca el clima: “hoy llovió”, “el pan está duro”, “dormiste afuera”.
Alex la miró. La conocía como se conocen las cosas que han estado demasiado tiempo quietas en la misma estantería. Sabía cuándo estaba triste, cuándo resignada, cuándo cansada. Pero ya no sabía cómo romper ese muro sin que todo se viniera abajo.
—¿Te pasa algo? —preguntó ella, apenas levantando la vista del plato.
Él dudó.
—No sé si algo. Quizás… todo.
Clara apoyó la cuchara, con cuidado. Su rostro no mostraba sorpresa. Ni enojo. Sólo esa calma triste de quien ya intuía las cosas antes de oírlas.
—¿Querés hablar de eso?
Alex soltó una risa seca. No burlona. Desesperada.
—No sé si podemos hablar de eso. Hace cuánto que no hablamos en serio, Clara. No de los nietos, ni de las compras, ni de la presión… de nosotros.
Ella se quedó quieta. Luego se levantó a buscar la fuente, sin apuro. Sirvió un poco más de sopa. Como si necesitara el acto para no quebrarse.
—Yo también lo siento, sabés —dijo en voz baja—. Esta… distancia. Pero no sabía si vos lo veías. O si simplemente... había que dejar que las cosas siguieran así.
Alex se frotó la cara. Estaba agotado. No del día. De los años. De la sensación de estar viviendo una vida que ya no le pertenecía del todo.
—Es asfixiante, Clara. No vos. Esto. Esta forma de vivirnos como si estuviéramos esperando que algo termine sin decirlo.
Ella lo miró. En sus ojos había dolor, pero también un gesto antiguo de comprensión.
—¿Hay otra persona?
La pregunta no era acusatoria. Era como si necesitara ponerle nombre a la grieta. Una pregunta sin armas.
Alex no respondió enseguida.
—Hay una historia que estoy escribiendo. Y en esa historia... hay alguien que me recuerda lo que era sentir. Pensar. Mirar el mundo con ganas otra vez.
Clara asintió, sin lágrimas. Había algo muy digno en ella. Como si supiera que lo importante ya no era retenerlo, sino entender en qué momento se habían soltado sin darse cuenta.
—No quiero pelear, Alex. Nunca quise eso. Pero tampoco quiero vivir en un lugar donde nadie entra, ni sale, ni toca nada. ¿Me entendés?
Él asintió. Bajó la mirada. No tenía palabras. No aún.
Terminaron de cenar en silencio.
Pero esta vez, era un silencio distinto.
Uno que marcaba el principio de una grieta, sí… pero también la posibilidad de que, por primera vez en años, se miraran de verdad.

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