Las cosas que no se rompen fácil
No se vieron enseguida después del relato que le escribiera.
Pasaron tres días en silencio. Ni mensajes, ni llamadas. Alex, de regreso a su ciudad, caminaba como si algo invisible lo sostuviera en vilo. El cuento ya no era solo una historia; era un punto de quiebre.
La tarde del cuarto día, Muriel le escribió:
“Puedo el jueves. Café Central, como siempre. Pero sin ficciones esta vez.”
Él llegó temprano. El mismo rincón, la misma mesa junto al ventanal empañado. Muriel apareció puntual, como si lo que fuera a decir necesitara ese exacto momento.
Se sentó, pidió un té negro, y lo miró largo. No hablaba como una mujer celosa, ni como una amante. Hablaba como quien cuida lo que podría romperse… incluso antes de tocarlo.
—¿Sabés por qué tardé en contestarte? —preguntó.
Alex negó con la cabeza.
—Porque necesitaba leer tu historia varias veces. Y después, necesitaba preguntarme si tenía derecho a seguir.
Él bajó la mirada. No por culpa. Por respeto. Porque sabía que ese derecho del que hablaba Muriel no era moralista, era íntimo. Era la voz que ella siempre había escuchado antes de tomar decisiones que la marcaran.
—Estoy casado —dijo él, sin eufemismos.
—Lo sé —respondió ella—. Y más allá de lo que pase entre ustedes, Clara existe. No quiero entrar a una historia por la puerta del dolor ajeno.
—Pero esto... esto con vos, Muriel... no es un capricho.
—Lo sé —repitió—. Por eso es más peligroso.
Se hizo un silencio. Ella bebió un sorbo de té. Él no podía dejar de mirarla.
—¿Me deseás? —preguntó ella, sin preámbulo.
—Desde antes de saber que podía desearte así.
—¿Se te complica con Clara?
La pregunta cayó con el peso exacto de lo que nunca se dice por impulso. Alex se tensó. Tardó en responder.
—No sé. No es tan simple. No hay guerra, tampoco hay amor. Es... convivencia. Historia. Costumbre. Toda una vida construida.
Muriel sostuvo la mirada.
—Lo sé muy bien. El único que lo puede resolver sos vos. No por mí. Por vos. Porque si no lo hacés, todo lo que pase acá va a tener un techo bajo. Y yo ya no vivo en lugares estrechos.
Alex asintió despacio. Era la verdad. Cruda, hermosa, inevitable.
—¿Querés que pare de escribir?
Ella negó con un movimiento suave de cabeza.
—No! Quiero que sigas! Escribí! Saca todo lo que no te permitís afuera. Ponlo ahí, en esa historia. Porque mientras más te abrís, más real sos. Y yo no quiero a un hombre prestado, ni a un personaje.
Ella lo tocó apenas con los dedos, sobre su mano. No era un gesto romántico. Era una señal. De contención. De respeto. De fuego en pausa.
—Pero mientras tanto —dijo—, no me beses. No me toques. No me mires como si fuera tuya. Porque aún no lo soy. Y si algún día lo soy, quiero que sea el alma libre.
Alex tragó saliva. Sintió algo dolerle por dentro, pero también algo liberador. Muriel no era un escape. Era un destino que aún no podía alcanzarse.
Y sin embargo, algo en su interior ya había empezado a moverse. A crujir. A decidir.

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