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 Capítulo IV

Lo que se escribe en la piel

(fragmento del cuento que Alex escribe para Muriel)

“Ella no se movía. Seguía ahí, detenida como una escena suspendida entre la cordura y el deseo.

Él dio un paso, uno solo, como si el piso pudiera romperse bajo su peso. Pero lo hizo. Se acercó. No a ella, no del todo. Se acercó al umbral que siempre había evitado. A esa línea invisible que separa lo posible de lo irreversible.

—Esto es una locura —dijo.

—Lo es —respondió ella, sin perder la calma—. Pero ¿desde cuándo dejamos de estar locos?

Él cerró los ojos. La voz de ella le llegaba como una corriente tibia, rozándole la nuca. La conocía. Sabía lo que provocaba. Había vivido décadas evitando sentir exactamente lo que ahora sentía.

—Me imaginé este momento tantas veces… —confesó—. Que llegabas, que no decías nada, que simplemente estabas. Y yo, en vez de actuar, miraba. Como un cobarde.

—No estás mirando ahora.

Cuando abrió los ojos, ella estaba frente a él. No recordaba haberla visto moverse. Sólo sabía que el espacio entre ellos se había evaporado. Podía oler su perfume: sándalo, papel viejo, algo a vino rojo.

—¿Querés que me vaya? —preguntó ella.

Él no respondió. Alzó la mano con duda, con respeto, con ese temblor que sólo aparece cuando algo importa demasiado. Le rozó el rostro. No la piel. El gesto. Esa expresión que ella traía desde siempre, entre curiosa y desafiante.

—Tenés miedo —dijo ella.

—Sí.

—Bien.

Murió el espacio. Murió el tiempo. Lo besó. No como en las películas, no como en los libros. Lo besó como quien encuentra una puerta abierta después de una vida empujándola en la dirección equivocada.

Él respondió sin apuro, como si lo hubiera sabido. Como si todo su cuerpo hubiera esperado ese momento con la paciencia de los que entienden que algunas cosas no pasan a tiempo… porque deben pasar a destiempo.

La camisa cayó primero. No la de ella. La suya. Era una rendición. Luego, las manos. Las de ella, precisas, sin ansiedad, como si le leyera la piel como había leído sus crónicas todos estos años.

—Tenés palabras escritas en la espalda —susurró ella.

—¿Qué dicen?

—Que nunca es tarde. Pero que hay que saber pagar el precio.”

Alex dejó de escribir. Tenía las manos húmedas, no sabía si de sudor o de vértigo. Afuera, la ciudad seguía su curso, ignorante de esa escena que aún palpitaba en su pecho.

Releyó lo escrito. No sabía si era ficción o confesión. Pero sabía que era real. Porque por primera vez, se había permitido imaginar lo que podría ser, en vez de lamentar lo que no fue.

Guardó el cuaderno. Abrió el chat con Muriel. Grabó una nota de voz. Dijo solo una frase:

—Te dejé algo. En papel. Leélo sola. No a la luz del día. Y no tengas piedad.

Envió el mensaje. Luego, se quedó en silencio

Cuento 

 “Sombras conocidas”

“Lo primero que sintió fue el calor.

No el de la tarde húmeda ni el del vino mal elegido. Era otro. Uno que le venía de adentro, como un animal despertando lento, después de mucho frío. Ella estaba ahí, parada en el umbral del cuarto, y aunque no decía nada, todo en su cuerpo hablaba.

Llevaba una camisa blanca, grande, como robada. Las mangas enrolladas hasta los codos, los pies descalzos. El cabello suelto, como si acabara de soltar un pensamiento peligroso.

Él la miró como si fuera la primera vez, aunque sabía que no lo era. La conocía desde hacía años. Ella había estado en los márgenes de su vida como una canción que uno se sabe de memoria pero nunca se atreve a cantar en voz alta.

—¿Por qué viniste? —preguntó, con la voz más seca de lo que hubiese querido.

—Porque vos nunca lo harías —respondió ella.

Había algo en ese cruce de miradas que no necesitaba historia. No hablaban del pasado. No nombraban lo que no fue. Estaban ahí. Ahora. Después de toda una vida de casi.

Ella caminó lento hacia él. Cada paso era un derrumbe de promesas viejas, de fidelidades oxidadas. Y aun así, él no se movía. Ni avanzaba ni retrocedía. La estaba dejando venir. Y eso, en él, ya era un abismo.

Cuando ella estuvo lo bastante cerca, no lo besó. Le tocó la cara con la yema de los dedos, apenas. Un roce que decía: No te escapes ahora.

—¿Pensás que soy un error? —susurró ella.

—No. Pensé que eras un recuerdo. Pero estás demasiado viva para eso.

Ella sonrió, y su sonrisa era una amenaza tierna.

Entonces, sin permiso, le desabrochó el primer botón de la camisa. Solo uno. No hubo prisa. No había necesidad de urgencias en un deseo que venía acumulándose desde hacía décadas.

—No quiero que me prometas nada —dijo ella—. Quiero que me escribas con el cuerpo. Como si esta fuera la última página.

Él tragó saliva. Afuera, la ciudad seguía su curso indiferente. Adentro, los relojes dejaron de importar.

La besó. No como se besa a alguien nuevo. Sino como se recupera algo que siempre fue de uno.

El cuento no decía qué pasó después.

No porque no sucediera. Sino porque algunas cosas, si se escriben, pierden parte de su verdad”.


Cuando terminó de escribir, Alex cerró el cuaderno con un pulso tembloroso. No era solo un cuento. Lo sabía. Era una grieta en la muralla que había construido durante años. Y por esa grieta se colaba algo poderoso. Algo que venía con la voz de Muriel, con su mirada, con su perfume de tardes imposibles.

Tomó una foto del texto con el celular y la envió.

El mensaje decía:
"Este es tu segundo capítulo. Decime si sigo."

Muriel respondió una hora después.

“Sí. Pero no pares. Ahora la historia es nuestra.”




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