Capítulo V
“La caravana simbólica y el moto carro electoral”
El día amaneció con una leve brisa y el canto metálico de la tos seca de Arcadio, que ya había desayunado mate amargo y una dosis generosa de sueños imposibles. La plaza central se veía más viva que de costumbre: no porque el pueblo estuviera animado, sino porque el patio de Arcadio había donado todas sus chatarra para la primera caravana simbólica de la historia política local.
El “vehículo oficial” era un motocarro que Arcadio había bautizado como “El Torinito”. Una estructura endeble, mezcla de chasis oxidado, el motor de una podadora de césped y un par de alas falsas hechas con palets. En el costado, un cartel pintado a mano con la leyenda:
“Resistencia Romántica: ¡Arranquemos juntos!”
Detrás, una fila heterogénea de vecinos, algunos curiosos, otros escépticos, y varios con ganas de que la cosa terminara rápido para volver a la siesta.
Arcadio, montado en la motocarro, arengaba con voz de profeta:
—¡No es solo un motocarro! ¡Es la nave de los sueños de este pueblo! Como aquel Torino que resistió 84 horas en Nürburgring, nosotros resistiremos las burocracias, las tristezas y las excusas.
La caravana avanzaba a paso de tortuga, y el ruido del motor más parecía un estornudo que un rugido. En una curva, “El Torinito” se detuvo con un quejido mecánico. Arcadio saltó, desconectó cables, los miró con ojos tristes y se volvió hacia la gente:
—No importa si no avanzamos rápido. Lo que importa es que seguimos rodando. Eso, mi gente, es política con alma.
Mientras tanto, Elbio repartía volantes que olían a carne y nostalgia, Cata hacía chistes subversivos sobre la corrupción, y la gallina Clara caminaba libre entre la multitud, picoteando papeles y algún que otro corazón despistado.
En el centro, una niña preguntó:
—Señor Arcadio, ¿cuándo va a arreglar el Torino de verdad?
Él la miró con ternura y dijo:
—Cuando este pueblo entienda que lo que hay que arreglar no son autos, sino corazones. Y que la historia de ese Torino no está en sus piezas, sino en su voluntad para no rendirse.
La caravana siguió su camino, dejando un rastro de polvo, risas, promesas y una locura tan contagiosa que nadie supo si estaban votando por un hombre o por una leyenda en construcción.
L.F. Del Signore
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