Las Horas
Marian era impecable. Siempre puntual, sonrisa leve, voz medida. En la oficina decían que era el equilibrio hecho mujer. Nadie notaba cómo, cada noche, al cerrar la puerta de su apartamento, dejaba el bolso en el suelo y los fantasmas colgaban su abrigo. Ellos vivían en los espejos, esos que cubría con tanto esmero. Le hablaban en susurros, le reordenaban los pensamientos, le cambiaban el nombre mientras dormía.
Pero al amanecer, ella se peinaba frente a la sombra más callada, se vestía de cordura y salía al mundo, intacta. Nadie imaginaba que sobrevivía no por estar cuerda, sino por saber fingirlo mejor que nadie.
El Vestido
Marian sabía reír con la precisión de un reloj suizo. Cada gesto suyo era un pétalo cuidadosamente plegado. Nadie notaba cómo le temblaban las costuras por dentro. Por las noches, los fantasmas no venían: estaban siempre ahí. Vivían en su estómago, en la curva de su espalda, en los nudos que le apretaban la garganta cuando alguien le decía "confía".
No eran voces, eran lastres. Se sentaban en su pecho cuando intentaba hablar de sí misma. Le susurraban que nadie entendería. Que sería demasiado. Que no debía molestar. A veces, en reuniones, sentía que todo su cuerpo era una sala cerrada sin ventanas, y ella, en una esquina, intentando gritar por ayuda que nunca se escucharía. Pero aún así, sonreía. Siempre perfecta.
Una vez, alguien le tomó la mano. Marian sintió el calor. La posibilidad. Casi habló. Casi... Pero los fantasmas le sellaron los labios.
Y ella, con los ojos vidriosos y la voz extraviada, sólo dijo:
—Perdón, tengo que irme.
En casa, se quitó el vestido como si se desollara. Se sentó frente al espejo tapado. Lo destapó. Y por primera vez, se atrevió a mirarse.
No estaba sola.
Pero tampoco estaba viva.
En lo Alto
Marian camina con pasos firmes que no delatan que dentro de ella hay ruinas. Lo han dicho: "Qué mujer tan centrada", sin imaginar que lo que parece equilibrio es, en realidad, parálisis.
Los fantasmas no la visitan. Son ella.
Cada uno lleva su nombre antiguo, una voz de infancia, una traición con rostro conocido. No le gritan: la miran, quietos, desde los márgenes de cada espejo, cada silencio, cada abrazo que evita.
A veces —cuando está sola y el reloj no se mueve— vuelve a ver el puñal. No uno cualquiera, no uno físico. Es el gesto que la rompió. La mano que se alzó, la palabra que enterró, la promesa hecha ceniza. No sangra, pero lo siente ahí, aún suspendido, aún amenazante. Y entonces entiende: no es que no pueda confiar, es que recordar duele más que la soledad. Por eso sonríe solo con media cara. Por eso nunca habla de lo que le pasa, solo de lo que hace. Porque abrir la boca sería abrir la herida, y ya ha pasado demasiado tiempo fingiendo que está cerrada.
Una noche, frente al espejo, susurra:
—No soy la mujer que ven.
Y el reflejo —ella misma— baja los ojos, avergonzado de no poder salvarla.
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