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LOCURA, POLÍTICA Y UN TORINO EN EL CAJÓN

 


Capítulo VIII

 “La gala de los funcionarios y el poncho condecorado”

La invitación decía “Cena de Gala por los 150 años del municipio. Traje formal. Participación obligatoria de todos los concejales”. Arcadio la leyó tres veces, por si encontraba algún resquicio para escabullirse. Pero no: “obligatoria” venía subrayado con resaltador fosforescente.

Se presentó a las 20:34, con su clásico pantalón gris de gimnasia, botas de goma, y un poncho rojo sobre los hombros, intervenido artesanalmente con medallas hechas de tapas de gaseosa, etiquetas de aceite y un escudo bordado con hilo grueso que decía “Hijo de la Pista Fangio”.

La entrada del salón fue inolvidable. Arcadio saludaba como prócer resucitado, mientras los demás funcionarios evitaban hacer contacto visual, como si la sola presencia de ese hombre pudiera arruinar la foto institucional.

—¿Concejal Ramírez, por qué no trae traje? —le preguntó un asesor con moño y sonrisa tensa.

—Porque el respeto no lo plancho, lo practico —respondió, y siguió caminando entre copas de cristal y miradas de espanto.

En el brindis inicial, el intendente dio un discurso cargado de frases vacías: “crecimiento sostenido”, “diálogo fecundo”, “herencia cultural”. Arcadio lo escuchaba mientras soplaba un silbato de plástico que sacó del bolsillo “para controlar la temperatura de las palabras”.

Cuando lo llamaron para entregarle una mención por su “aporte disruptivo al concejo”, Arcadio subió al escenario con paso firme. Recibió el diploma, lo miró y dijo:

—Esto es cartón pintado. Como muchas cosas que aprobamos. Yo propongo que en la próxima gala, en vez de entregarnos diplomas, nos entreguen la factura del gas de un vecino al azar. A ver si seguimos brindando igual.

El silencio fue total. Solo Clara, la gallina, que Arcadio había escondido en una mochila con respiraderos, emitió un cacareo breve, como si aprobara el mensaje.

—Y otra cosa —añadió, mientras todos querían derretirse en sus copas de champagne—: si alguna vez me quieren hacer una estatua, que sea móvil. Que se rompa cada tanto. Que la gente la tenga que empujar para que funcione. Porque eso, señores, eso es gobernar.

Se bajó del escenario y se sirvió ensalada rusa con cuchara de albañil que había traído “por higiene personal”.

Cuando terminó la velada, la gala había pasado a la historia no por el caviar, ni por los brindis, ni por los discursos huecos. Había pasado por Arcadio, que sin quererlo —o queriéndolo mucho—, había hecho que todos se miraran al espejo... y no les gustara lo que veían.


L.F.Del Signore
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