Capítulo VI
“La estatua invisible y el discurso del mármol por venir”
La plaza San Martín estaba más concurrida que en el aniversario del pueblo, y eso que esta vez no había desfile, ni locro, ni niños disfrazados de mazamorreros. Había, eso sí, una tarima armada con dos heladeras Siam descompuestas y una cortina de baño floreada que hacía de telón. Encima de eso, como si fuera el mismísimo Belgrano en sus últimos días de paciencia, estaba Arcadio Ramírez, vestido con saco de pana, escarapela casera y un sombrero tipo Piluso con la palabra “Estadista” bordada a mano.
—Ciudadanos, contribuyentes y testigos accidentales —arrancó con solemnidad impostada—. Hoy no vengo a pedir, sino a dar: ¡darme a mí mismo un monumento!
Se corrió a un costado y, con un ademán dramático, señaló un lienzo en blanco clavado sobre un caballete de madera torcida.
—Acá está el boceto de lo que será mi estatua. Todavía invisible, porque el arte verdadero necesita fe. Yo, con una mano en el pecho —demostró—, la otra señalando al futuro. Atrás, el Torinito. Y sobre el hombro derecho, Clara, mi gallina, vigía del pueblo y guardiana de la transparencia, porque no hay corrupto que aguante el juicio de una gallina que te clava la mirada fija.
Los vecinos lo miraban entre el estupor y la fascinación. Un jubilado que pasaba con su nieto comentó, sin bajarse el volumen del audífono:
—Primero que arranque el motocarro ese que tiene, después vemos si da para estatua.
Pero Arcadio, blindado por su propia elocuencia, avanzó sin titubeos.
—La estatua no es por lo que hice, sino por lo que estoy dispuesto a intentar sin que nadie me lo pida. ¿Quién decide cuándo uno merece ser recordado? ¿La historia? ¿Los libros? ¡No! Lo decide el que se anima a declararse irreemplazable mientras todavía respira.
Y entonces lo soltó. El discurso. El más insólito, inflamado y contradictoriamente lúcido de todos.
—No vine a que me quieran. Vine a fundar una leyenda. ¿Qué es una estatua sino la versión más cara del "yo te avisé"? Mientras ustedes ahorraban para el gas natural, yo acumulaba partes oxidadas de un Torino. ¿Eso es locura? Sí. Pero también es visión de largo plazo. Fangio no fue a Nürburgring para instalar termotanques. ¡Fue a correr contra la mediocridad! Y yo, humildemente, hago lo mismo, pero con ruedas cuadradas.
Una señora, con el changuito lleno de verduras y escepticismo, le gritó:
—¡Usted está loco!
Y Arcadio, sin perder el ritmo, sonrió como quien recibe el premio al mérito municipal:
—¡Gracias, doña! ¡Ese es mi partido político!
El aplauso fue espontáneo. Irónico en algunos, emocionado en otros. Pero estalló de verdad cuando, como poseída por el espíritu de los próceres alternativos, Clara la gallina subió sola al atril, miró al público y cacareó con el énfasis de un acto oficial.
La ovación fue total. Hubo celulares grabando, chicos a hombros de padres, un vendedor de pochoclos que improvisó una bandera. El lienzo en blanco quedó ahí, temblando en la brisa. El mármol no estaba, pero el mito ya se había inaugurado.
Comentarios
Publicar un comentario