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CANCIÓN DE A DOS

 


El lago parecía una sábana de mercurio al atardecer. La lancha se deslizaba despacio, como si también quisiera guardar silencio.

Ella se acomodó el chal ligero sobre los hombros mientras él revisaba, casi con pudor, el timón y las cuerdas, aunque no había nada que ajustar. Sólo necesitaba hacer algo con las manos.

—¿Siempre fuiste marino? —preguntó ella, con la voz apenas levantada por encima del murmullo del agua.

Él sonrió. Tenía esa sonrisa que aparece en los hombres cuando recuerdan su juventud sin nostalgia, pero con cierta complicidad consigo mismos.

—Hasta que el cuerpo dijo basta… y después el alma también quiso tierra firme.

Ella asintió. Miraba el horizonte, pero lo sentía a él. Había algo en su presencia que no necesitaba palabras, como el peso tibio de una manta en invierno. Desde que lo escuchó leer su historia sobre la bruma y los puertos, intuyó que debajo de su calma había un fuego lento. Pero fue cuando ella leyó su microcuento —ese, sí, con la caricia no dada y el susurro imaginado— que notó el brillo nuevo en sus ojos. Él fue el único que no aplaudió. Sólo la miró. Y eso dijo más.

Ahora estaban ahí, flotando en el silencio compartido de dos personas que ya han vivido lo suficiente como para no apurarse.

Él cortó el motor y la lancha quedó meciéndose apenas. Le ofreció un vaso con vino que había traído en una pequeña hielera. Ella lo aceptó sin hablar. Al rozar sus dedos, un pulso invisible se encendió. Fue breve, pero ninguno lo ignoró.

—Tu cuento… —empezó él—, no era sólo lo que decía.

Ella giró el rostro hacia él. Sus ojos eran oscuros y suaves, como el fondo del lago. Se acercó apenas, como para oírlo mejor, pero no dijo nada.

Él no la tocó. No aún. Pero entre ellos flotaba la promesa de un abrazo que vendría sin anuncio, de esos que no buscan el cuerpo sino el alma.

Ella pensó que no recordaba cuándo había sentido así la piel, como un territorio por explorar con los ojos, con el aliento. Se sintió deseada, no por su cuerpo a secas, sino por su historia. Por lo que su voz, temblando apenas, había dejado escapar en aquellas líneas de ficción.

La lancha giró suavemente con la corriente. Ninguno lo notó.

Ella sonrió. A veces, pensó, el deseo no tiene prisa. Y en ese instante, el mundo entero cabía en el espacio exacto entre sus dos respiraciones.

La lancha seguía balanceándose con una lentitud hipnótica. No hablaban, pero no era incómodo. Había algo en ese silencio que sostenía más de lo que cualquier frase podría contener.

Ella había apartado la vista, de nuevo al horizonte, aunque no veía el agua. Lo sentía a él, cerca, como si el aire se hubiera vuelto más espeso entre ellos. El vino tenía ese sabor suave de las cosas compartidas sin pretensión, y también la tibieza de una caricia pendiente.

—No quise ser impertinente —dijo él, sin mirarla del todo—. Pero algo en tu cuento me tocó… como si me estuvieras hablando a mí.

Ella tardó en responder. Sostuvo el vaso entre las manos, girándolo levemente, como si leyera algo en el reflejo del líquido oscuro de una buena cepa de Malbec. 

—Quizás sí lo hacía.

Lo dijo sin dramatismo, con una serenidad que no evitaba el filo. Lo miró entonces. Sus ojos, bajo las cejas grises, tenían un asombro contenido, el de quien no esperaba ser escogido a esa altura de la vida, y sin embargo lo deseaba con toda la gratitud acumulada de los años.

Él se inclinó apenas, como si el cuerpo le pidiera acortar la distancia, pero aún no cruzó el espacio entre ellos. Sólo una mano, descansando sobre la madera junto a la suya, con una cercanía que no era roce pero sí promesa.

—¿Te han escrito así antes? —preguntó él, con voz baja.

Ella pensó en los años, en las cartas que ya no guardaba, en los hombres que tocaron su piel sin haber leído su alma. Negó suavemente.

—Me han escrito cosas —dijo—, pero nadie me miró como tú miraste ese texto.

Él rió apenas, con una calidez que le vibró en el pecho.

—Es que no era un texto. Eras tú, diciendo sin decir. Eso… eso me conmovió más que cualquier desnudez.

El sol ya no estaba, pero el calor quedaba suspendido entre ellos. Ella lo miró largo. Pensó que deseaba tocarlo, sí, pero más que eso, deseaba quedarse. En esa lancha, en esa conversación, en ese espacio donde su edad no era obstáculo, sino condición para tanta claridad.

Él, al fin, se atrevió a rozar su mano. No fue un gesto invasivo, sino el modo más puro de decir: “Estoy aquí si tú también quieres”. Ella no se apartó.

Y entonces el silencio se hizo abrazo, sin que nadie se moviera.

La mano de él seguía junto a la de ella, sin apuro, como si llevara allí toda la vida. El murmullo del agua era apenas un susurro, y el cielo, ahora teñido de azul profundo, parecía contener la respiración.

Él no dijo nada más. Sus ojos la buscaban, pero no exigían. Observaban, atentos, como quien contempla algo frágil y valioso. Ella sintió ese mirar en la piel, como si una corriente invisible le subiera por los brazos.

Entonces, sin que lo decidieran —o tal vez porque ya lo habían decidido sin saberlo—, sus rostros se acercaron.

No hubo torpeza. No hubo urgencia. Sólo ese instante suspendido, donde los labios apenas se rozan, como preguntando.

Fue ella quien cerró los ojos primero, entregándose. Y él, como marino que reconoce la marea exacta, la besó.

No fue un beso breve. Fue un encuentro largo, suave, profundo. Un reconocimiento mutuo, como si sus cuerpos se recordaran de otra vida. No había fuego desatado, pero sí una llama densa, envolvente. Ese calor sereno que quema sin apurar.

Ella deslizó los dedos por su nuca, lentamente, y él la rodeó por la cintura con esa ternura firme de quien sabe cuidar lo que desea.

El mundo se fue diluyendo a su alrededor. Ya no había lancha, ni lago, ni noche. Sólo ellos, envueltos en un silencio nuevo, ese que sólo ocurre después de un beso verdadero.

Cuando se separaron, apenas unos centímetros, sus frentes quedaron juntas. Ella sonrió.

—¿Sabes? —susurró—. Creo que te había estado escribiendo desde antes de conocerte.

Él no respondió. No hacía falta. Sus dedos acariciaron su mejilla con reverencia, como si hubiera encontrado un poema donde antes sólo había agua.

Y entonces supieron que el deseo, ese deseo maduro y cierto, ya no necesitaba permiso. Sólo tiempo.

L.F.Del Signore 
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