Me llaman Sombra, mi pelaje es negro y blanco, como toda Border Collie genuina, según dicen. Hoy ando entumecida por el frío, es que la noche se presenta con un clima hostil para la época del año. El viento helado se ha enamorado del terruño. Me cuesta mantenerme caliente aun habiendo cavado más profundamente mi guarida.
A pocos metros se encuentra durmiendo mi dueño, Don Ramón, hombre audaz y conocedor del terreno, a quien le han robado, dos días atrás, su tropilla de overos completa. Siete pingos jóvenes y la nodriza. Uno para cada día y otro extra para la salida del domingo, como es la usanza.
Los cuatreros, hábiles en noches aún sin luna, se alzaron con su preciado tesoro aprovechando el tiempo en que Don Ramón se fue a tomar su ginebrita acostumbrada al bar del pueblo.
No fue hasta regresar algo perjudicado el hombre por el alcohol, en que se anotició del hecho, sino horas después de dormir la mona. pese a que yo, su fiel perruno, me esmeré con mis ladridos en modo diferente para alertarlo. El baqueano me mandó a callar incluso al refregarle el rostro con mi lengua estando ya acostado en su catrera. No me quedó otra cosa por hacer que echarme a su lado a la espera del despunte del día o por la ayuda de Eustaquio el gallo bataraz que canta a las cinco de la mañana, llueva o truene, sí señor!
Sus ronquidos esa noche fueron apestosos, una mezcla de tabaco y ginebra matizados con ajo como a él le gusta. Eustaquio puso sus mejores notas y yo comencé a tironear de la ropa de mi compañero de andanzas. Obvio que este, saliendo del sopor nocturno, se negaba a incorporarse, fue cuando los perros del vecino muerto arrancaron con sus ladridos matinales, no sin descollar con alguna pelea entre ellos. Ahora éramos una familia, los cinco Border Collies y yo.
Con el alboroto, Ramón, se incorporó. Caminó fuera de la tapera hasta la higuera para echarse un riego. De pronto al levantar la vista notó el corral con los alambres rotos. No le alcanzaron las piernas entorpecidas por el pantalón flojo para llegar y darse cuenta de que sus pingos no estaban. Ahí nomás con Jacinto, su morrudo caballo negro partimos siguiendo con su acentuado criterio tras el rastro de su tropilla.
Parecía querer llover aquella madrugada, pero ni una gota se dignó a besar la tierra reseca luego de cinco meses sin agua. “Qué cagada que me han hecho”, pensó ensimismado, casi que escuchábamos aquello que murmuraba. Nosotros, fieles perros laderos al trote con él. Blanquita olfateaba a cincuenta metros y nos indicaba por dónde seguir. Cruzábamos los camposatraviesa y sin cultivos, por la escasa o nula humedad de los suelos. “Mal año”, pensó Ramón.
Jamás en sus pagos se encontró con la tierra rajada de par en par. Le decían La Niña, ella era la culpable por la falta de lluvias. Ramón vio cuando Blanquita se agachó luego de unas horas de andar. El hombre se apeó y caminó hasta ella. Al acercarse encontró un pedazo de cuero crudo, parte del lazo que solía llevar la nodriza de noche pa’l encierro. El viejo Ramón maldijo con un “canejo!” más un buen rosario de palabrotas a los mal nacidos. Nosotros aprovechamos para cazar liebres y tomar agua de un bebedero cercano. Destripé la caza a puro colmillo manteniendo distancia entre cada uno de mis compañeros de manada. Ya que cada cual consigue lo que puede.
El sol se amigaba con delirio púrpura en el ocaso. Fin de la jornada muy a pesar del viejo que no paraba de gruñir su desgracia. Yo me acurruqué al lado de su recado y el resto de los perros en círculo. Don Ramón se echó fulminado por el cansancio luego de hincar el diente en un pan con queso que llevaba en sus alforjas camperas.
Tres horas más tarde volvimos a partir algo renovados por el descanso, sentimos el frescor de la noche encapotada. A tientas nomás y de corajudo siguiendo a Blanquita, bizcachera y zorra, se las conocía todas.
Esa mañana tuvimos suerte de encontrarnos con la pionada de una estancia, ellos habían escuchado el galope de caballos. Nos llevaban pocas horas, según sus comentarios, el viejo llenó su cantimplora y continuamos la marcha, acompañados por los amigos paisanos del lugar.
La tarde cerraba sus asuntos cuando Ramón propuso echarse un rato y salir al sereno, su estrategia para atrapar desprevenidos a los desgraciados. Y aquí estábamos, alrededor de la hoguera improvisada, con algún pedazo de cordero asado que los piones habían traído. El fiel verijero y un pan no tan fresco fueron suficiente ayuda para calmar las tripas y dormirse. Nosotros de festín con las sobras, junto a Jacinto desensillado,
Tercer día. No sé si fueron las plegarias del viejo o la presencia de los piones cuando divisamos la tropilla entre otros veinte pingos atados a la espera, vaya a saber de qué. Solo dos hombres custodiaban aquel lote. Ahí nomás el viejo taconeó con ímpetu a Jacinto y al grito indígena levantaron polvareda llegando hasta el lugar. Meta tacón y rienda firme, entre el susto de la escena, aquellos dos no se resistieron. Ramón recuperó su tropilla y gracias al celular pudieron llamar a los milicos rurales para que se hiciera cargo del resto.
Del regreso, mejor lo mencionaré otra vez, es que la corderada y la guitarra en la estancia, bien merecerían su propio espacio. Mis amigos peludos y yo, pa’ qué les vamos a contar!
L.F. Del SignoreTodos los derechos reservados

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